Antes huíamos juntos, y hoy huyes de mí.
Ya no recuerdo cuando fue la
primera vez que dije que sería la última vez que te escribiría. Pero cuando
empiezas a escribir algo grande en una página, en vez de pasar, intentas continuar
escribiendo en los bordes y los espacios que quedan entre las líneas,
llenándolo todo de letras, de “bah’s”, de palabras que saben a tinta mezcladas
con dolor, y ya no eres capaz ni de leer las palabras bonitas que te dediqué.
Pero por mucho que tache todo lo
que te llegué a escribir es imposible olvidar todo lo que vivimos. Siempre
dijimos que intentaríamos hacerlo lo mejor posible por si algún día nuestra
historia terminase guardar un buen recuerdo de ella, y que al recordarla solo fuésemos
felices.
Pues bien, a mí solo me hace feliz
recordar aquellas tardes que pasábamos en tu casa, tirados en el sofá, sin
decir nada porque ya se lo decían todo nuestras manos y nuestros labios. Me
hace feliz pensar en las huidas, en las escapadas que hacíamos sin planificar.
Cuando te mandaba un mensaje y te decía: “estoy en tu puerta esperándote con el
coche, baja tal y como estés que nadie nos verá, vamos a huir lejos, muy lejos”,
y te faltaba tiempo para estar abajo con una coleta hecha con prisas, con un
pantalón corto y mi camiseta preferida que te regalé aquella noche en que me la
dejé sin querer en el suelo de tu habitación. Entrabas en el coche, como un
huracán, y eras capaz de hacerme sentir una revolución cuando te sentabas y me
mirabas con esa sonrisa, para luego regalarme un beso que casi me dabas con los
dientes de tanta felicidad como traías. Y me decías que arrancase, que te
llevase lejos de este barrio, que fuésemos a una ciudad aún por conocer. Y es
que éramos dos sonrisas a medias que sumaban una, éramos dos cuerpos que empezábamos
a sentir vértigo al subir tan alto en esta noria, pero ningún vértigo se
comparaba al que sentía mi lengua cuando se balanceaba sin paracaídas por la
pendiente de tu cuello. Y entonces arrancaba, nos metíamos en la autopista y te
dejaba poner la música que quisieras. Siempre elegías poner un disco que tenía
canciones que hablaban de nosotros sin ser nosotros, nuestras preferidas, y
empezabas a tararear nuestras canción. Y
yo miraba por la ventanilla, veía la señal de límite a 120km/h y sentía que ni
de lejos se acercaba esa velocidad a la que me latía el corazón mientras te
escuchaba cantar, con los pies encima de la guantera, con el gorro de paja y
las gafas de sol, mientras mirabas por la ventana pensando en el infinito,
buscando alguna matrícula que llevase la fecha de nuestro primer beso para
volverte loca y decirme que la mirase. Y hacías que el mundo estuviese, para mí,
condenado a pasar desapercibido. Y ahí era cuando más felices llegamos a ser,
en esas huidas, en pasar horas en el coche, conduciendo a oscuras mientras me
leías poemas, textos escritos por ti, las ganas que tenías de quitarme la
camiseta y escribirme versos, y darme besos, por toda la espalda. Pero llegó un
momento en el que a veces me querías y otras simplemente querías poder
quererme, pero dejaste de encontrar motivos para hacerlo. Yo no creía en el
desamor, pero dejaste de hacerme el amor cada noche y me rompiste. Y te entró
miedo, mucho miedo, miedo a estar viviendo en el corazón de alguien, te entró
claustrofobia a pasear descalza por mis sueños. Y el miedo pudo contigo, y en
consecuencia con nosotros.
Y hoy sigo pasando con el coche
por la puerta de tu casa, sigo quedándome allí un rato, mirando ese portal
blanco con pena, y te veo salir de la mano de otro chico, feliz, como si
hubieses perdido el miedo. Mientras, yo sigo hablándole de ti a otras mujeres
en mi cama, hablándoles del vértigo que me hacías sentir con tus besos, de
todas las ciudades que recorrimos juntos de la mano, enseñándoles las fotos
nuestras con la cámara Polaroid, haciendo el tonto, tapándome la cara con tu
gorro de paja mientras me mordías la oreja, poniendo cara de tontos –o de
enamorados, que viene a ser lo mismo-. Te metiste donde nadie te llamaba y te
fuiste sin pedir permiso. Antes huíamos juntos, y hoy huyes de mí. Y
me pregunto: “¿a cuántos latidos más con tu
nombre estoy de romperme el corazón?”.
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