Tacones de aguja de once centímetros

Los tacones golpeaban contra el frío asfalto de aquella noche de Milán. Las calles estaban tan vacías que incluso se oía el ruido a unas cuantas manzanas de allí. Aquellas piernas encima de aquellos zapatos temblaban. No por la torpeza de su andar sobre unos tacones de aguja, si no por el miedo. Iba hacia una obra en la que se convertía en una chica que tenía una vida paralela a ella, una obra que cada noche podía ser la última. Nunca había tenido una oportunidad, la gente se pensaba que era una chica débil para haber tenido que terminar allí, pero nadie se paraba a pensar que tenía que aguantar golpes, hombres que no se merecen ser hombres, acostarse cada noche por un par de billetes marrones con cualquier borracho, que era una mujer muy fuerte, más que todas las señoritas de ciudad que tenían un marido empresario que iba a cenas de empresa, pero que en verdad estaba entre las piernas de ella buscando el placer que su mujer no le daba. Tenía que aguantar una vida dura, sentada en aquella silla de plástico de dos euros que tenía ya los hierros oxidados de tanto frío y pena soportados. Y al lado de aquella silla una botella de ron, para hacer que la noche fuese más ligera, que pasase más rápida, y entonces se convertía en otra mujer. 


Después de una noche larga llegaba a su portal. Su cuerpo de lado a lado notando las copas de más que le hacían entrar en aquella obra, manos frías, piernas con la piel de gallina, cabeza ardiendo de tantos pensamientos. La noche era su hábitat ideal: lujuria, libertad, aventura, incertidumbre de dónde se iba a levantar. Las horas pasaban frenéticas, incapaces de ser notadas. Llegó a casa y subía en ascensor, las escaleras eran demasiado riesgo para unos tacones de aguja de once centímetros. Recordaba como números a los hombres que habían pasado por su entrepierna. Se sentía joven, viva, triunfal, pletórica. Se miraba al espejo y se enamoraba de ella misma. "La vida no es más que quererse a uno mismo más que a nadie", se repetía. Entraba en casa con la sensación de que alguien la esperaba, nada más lejos de la realidad, allí estaba en el sofá su manta, fiel cada noche, esperando para arroparla y conducirla hacia un lugar, un universo perfecto donde no hubiese hombres que la utilizasen y la hiciesen sentir triunfal ofreciéndole un mundo perfecto, entregándole soledad.

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