Tacones de aguja de once centímetros

Después de una noche larga llegaba a su portal. Su cuerpo de lado a lado notando las copas de más que le hacían entrar en aquella obra, manos frías, piernas con la piel de gallina, cabeza ardiendo de tantos pensamientos. La noche era su hábitat ideal: lujuria, libertad, aventura, incertidumbre de dónde se iba a levantar. Las horas pasaban frenéticas, incapaces de ser notadas. Llegó a casa y subía en ascensor, las escaleras eran demasiado riesgo para unos tacones de aguja de once centímetros. Recordaba como números a los hombres que habían pasado por su entrepierna. Se sentía joven, viva, triunfal, pletórica. Se miraba al espejo y se enamoraba de ella misma. "La vida no es más que quererse a uno mismo más que a nadie", se repetía. Entraba en casa con la sensación de que alguien la esperaba, nada más lejos de la realidad, allí estaba en el sofá su manta, fiel cada noche, esperando para arroparla y conducirla hacia un lugar, un universo perfecto donde no hubiese hombres que la utilizasen y la hiciesen sentir triunfal ofreciéndole un mundo perfecto, entregándole soledad.
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